viernes, 12 de junio de 2009

la pobresa un problema de todos

un articulo interesante

Aunque nuestra Carta Magna dedica su Artículo Tercero al tema de la educación como derecho de todos los mexicanos y establece el compromiso y la obligación del Gobierno de procurarla y garantizarla sin excepciones, de repente no podemos mas que preguntarnos si tal compromiso es asumido a profundidad y en todas sus dimensiones por quienes nos rigen y por las dependencias que de algún modo influyen sobre la formación y el desarrollo intelectual, ético y psicológico de niños y jóvenes.

El principio no se desconoce, puesto que, cuando se diseña un proyecto de Gobierno o se da a conocer el plan de trabajo de una nueva administración, el factor “educación” recobra su carácter prioritario y cualesquiera que sea la divisa o el color del candidato, en cuanto habla para exponer su preocupación social y su vocación de servicio, salen a relucir palabras como escuela, educación, aprendizaje, modelo educativo, maestros, aulas, capacitación, desarrollo intelectual del estudiantado, clave del progreso…, dibujando un panorama maravilloso. Entonces renace en nuestro espíritu la convicción de que ahora sí pondremos fin a la ignorancia, se elevará el nivel de aprovechamiento, nuestros estudiantes estarán disputando los primeros sitios en la tabla mundial de evaluación del conocimiento y construiremos un rostro más feliz para México.
Por desgracia, el mal ejercicio de la política en nuestro país “tanto de contendientes como de electores” hace que, una vez que el triunfador (presidente, gobernador, alcalde, secretario, director…) toma posesión de su cargo, los mejores proyectos se transformen en palabras y las promesas alentadoras, en una nueva decepción que durará hasta que el ciclo se repita de nuevo, con los mismos resultados.
Decir que no hay intentos de cambio en el sistema educativo nacional sería mentira, pero creer que se hace lo mejor también es falso. Las estrategias fallan, primero porque el tema es uno más entre todos los que componen la demagogia electoral y como tal, está condenado a morir en cuanto se obtiene lo que se busca. Luego, porque los modelos que se adoptan poco tienen qué ver con nuestra idiosincrasia, necesidades y recursos; se implantan de manera improvisada, sin capacitar debidamente a sus administradores, sin preparar terreno ni medir consecuencias: de un día para otro se imponen cambios radicales, sin ensayarlos antes con grupos de muestra para darles seguimiento, evaluar objetivamente sus logros, corregir los errores y trabajar de verdad para el bien de los alumnos.
Y suponiendo que la atención y los cambios al sistema educativo prometidos en las campañas resultasen idóneos, no llegamos a cosechar frutos, porque el espíritu de continuidad no existe en nuestra tradición política. Ideas, esfuerzo y mucho dinero son dilapidados periódicamente, mientras nuestros niños y jóvenes aprenden menos y desperdician el tiempo y las oportunidades que les brinda la época actual.
El tema es insoslayable, porque la educación define a pueblos e individuos; en términos prácticos, determina el progreso o el estancamiento de una nación, es el agente transformador que permite pasar del sueño a la realidad y abre las puertas de la libertad intelectual, política, económica. Pero no podemos ser libres en tanto dependamos de lo que piensan, hacen y proyectan otros que sí lo son, ni mucho menos, dejando la responsabilidad en manos ajenas. Y si en las escuelas la educación está condicionada por factores tan distantes del conocimiento significativo y aplicable para aprender y progresar, la que se da fuera de las aulas, hoy por hoy se manifiesta decadente en todos los órdenes y como una verdadera amenaza, en cuanto se refiere al desarrollo intelectual y moral de la persona.
El proceso formativo de costumbres, valores, ideas e intereses que tiene lugar fuera de la escuela es, sin duda, más importante y trascendente que el que ocurre dentro. Asimismo, es inevitable, continuo y permanente. Y este aprendizaje en el que no pensamos demasiado y del que ni en los discursos políticos se habla, hoy como nunca se encuentra inmerso en un conjunto de variables de tipo moral y social que representan focos de alarma sumamente serios para el presente y futuro inmediato de nuestros niños y jóvenes. Los modelos familiares que propiciaban la adquisición de valores tan naturales como la amabilidad, la cortesía, el respeto a los demás, el comportamiento honesto, la limpieza y el orden, van resultando obsoletos.
Esto se debe, entre otras cosas, a que el conjunto de personas y hábitos que conformaba la familia, prácticamente está dejando de existir: hay casa, papá y mamá e hijos, pero cada vez con más frecuencia se ven y se comportan como entidades aisladas, cuyo único vínculo parece ser el dinero que uno da, otro administra, otro pide y todos consumen y cuyo destino es la satisfacción de necesidades y caprichos, también individuales e incompartibles. Pero por más que ayude a resolver problemas, el dinero no estrecha los vínculos afectivos de una familia, no corrige comportamientos vulgares o irrespetuosos entre sus miembros y entre éstos y las demás personas; no puede asegurar orden en el pensamiento y en el comportamiento de un individuo, ni que éste exprese sus ideas, pero permita y escuche las de los demás; el dinero no nos hace generosos ni considerados con las personas mayores o tolerantes con quienes no son o no piensan como nosotros.
El problema es la falta de un modelo que en la convivencia afectuosa de cada día transmita y refuerce normas de comportamiento social, el amor a la verdad, el valor de la dignidad y el recato, la defensa de la intimidad, la necesidad de la fe, la defensa de la justicia y la importancia de la armonía, la mutua colaboración y la paz. La carencia de este modelo –que no corresponde al aula, sino a la casa– da como resultado personas egoístas, preocupadas únicamente por satisfacer sus antojos inmediatos, indiferentes ante el sufrimiento, los problemas y las necesidades de los demás, incapaces de pensar con profundidad, de concentrarse en situaciones que exijan esfuerzo, obsesionadas por un materialismo que lo domina todo y dispuestas a cualquier cosa, con tal de obtener la satisfacción placentera y fácil de sus deseos.
Claro que estas conductas no derivan sólo del factor familia; resultan de la combinación de éste con otros, como las dosis masivas de televisión a que se somete la mayor parte de la población mexicana. Con una falta de creatividad vergonzosa, la televisión nacional nos va dejando sin opciones, ocupada en producir programas baratos, sin calidad de contenido ni de forma, donde la imitación, la parodia y la repetición muestran cómo el ingenio mexicano ha desaparecido de la escena. Fuera de “El Chavo” (insustituible 30 años después) y las noticias (?), cualquier otra cosa que se vea es un bombardeo de actuaciones y comentarios malos y de mal gusto, cuyas constantes son la estupidez, la frivolidad, la vulgaridad y los gritos de los conductores como única forma de comunicación.
El modelo aportado por la televisión es fácil de definir: los malos se salen con la suya, los que mienten y ofenden resultan exitosos, la depravación y el descaro acaparan los horarios estelares, nuestra preciada intimidad queda al descubierto bajo el disfraz de modernidad y “educación sexual”, ventilando enfáticamente y a toda hora mil fórmulas para mantener erecciones, multiplicar orgasmos y adivinar el futuro, cual si se tratara de métodos para producir mejores cosechas, aprovechar el agua o desaparecer la pobreza del planeta. Las temáticas de telenovelas y reality shows no merecen ser mencionadas. Sin embargo, no puedo dejar de reclamar a la SEP, a quienes encabezan RTC, a los representantes ciudadanos, a las familias y a cualquier tipo de autoridad educativa y con un mínimo de sentido moral y de preocupación por el desarrollo de niños y jóvenes, la falta de responsabilidad social y el incumplimiento en que incurren al tolerar no sólo los bodrios de mal gusto y peor realización que llenan el tiempo y absorben los recursos dedicados al entretenimiento del usuario, sino todo el conjunto de vulgaridades, tonterías y materiales indeseables transmitidos por la televisión comercial y que, inexorablemente, están aportando toneladas “que no granos” de arena a la educación informal pero definitiva de los mexicanos de hoy.
Ni las escuelas ni los maestros, suponiendo que encontrásemos la panacea para lograr un aprendizaje efectivo y transformador, podremos competir jamás con la penetración de la tele y la eficacia y permanencia de sus mensajes. El compromiso señalado por la Ley, en cuanto a que las acciones del Estado en materia educativa deben “contribuir a la mejor convivencia humana y robustecer en el educando, junto al aprecio por la dignidad de la persona y la integridad de la familia, la convicción del interés general de la sociedad”, no está siendo cumplido.
México y las generaciones que inadvertidamente son víctimas de la televisión deformadora, deberán pedir cuentas a su magisterio y a la irresponsabilidad de quienes, debiendo supervisar y propiciar su buen uso, prefieren volver la mirada a otra parte y esperar que el tiempo se encargue de reparar el daño. Lástima que las probabilidades sean tan pocas.

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